Por Tali Goldman

A los 11 años, Andrea Krichmar fue a jugar adonde trabajaba el papá de una compañera de escuela. Allí vio a una mujer encadenada y encapuchada. Más tarde supo que ese lugar era la ESMA y empezó a preguntarse quién había sido esa mujer, si la habrían torturado, si habría tenido un hijo, si la habrían matado. Su testimonio fue clave para demostrar que en la Escuela de Mecánica de la Armada funcionó un centro clandestino de detención.

Andrea Krichmar levanta la vista. Del otro lado de la ventana, a pocos metros, se acerca un Ford Falcon verde. Estaciona. De allí bajan dos señores armados. A los pocos segundos baja de ese mismo auto una mujer encapuchada y encadenada. El cuerpo, lánguido, y el pelo que sobresale por debajo de la capucha. Los señores le apuntan. Caminan. Y desaparecen de su vista.

—Berenice, ¿qué es eso?
—¿Viste como hacen en S.W.A.T., que persiguen a la gente en patrullas? Bueno, algo parecido.
***

No te vas de esta casa si no te llevás un saquito, le había dicho su madre. Andrea le dijo que no hacía falta, que hacía calor. Pero su madre insistió. Tenía once años e hizo un berrinche: le dijo que no quería llevarlo en la mano, entonces la mamá le prestó una cartera y le dijo que lo pusiera ahí adentro. Luego, la alcanzó a la casa de Berenice, en la calle José de Bonifacio en el barrio de Caballito. Andrea y Berenice se abrazaron. Estaban muy excitadas.

Era la primavera del año 1976 y en un rato iban a ir al lugar en el que trabajaba el papá de su amiga. La mamá de Berenice les dijo que en un ratito las pasarían a buscar.

Andrea y Berenice se subieron al auto. El chofer puso primera. La madre las saludó con la mano y vio marchar el Falcon verde con su hija y su amiguita.

Berenice le había contado que la casa en la que trabajaba y vivía su papá era muy, muy, muy grande. Que ocupaba muchas manzanas. Que había un jardín enorme y que en la casa podrían ver películas y jugar al billar.

El Falcon verde esperó la orden detrás de las rejas y entró. Andrea se quedó impactada. No se trataba de una casa normal como la casa en que vivía ella. Era un predio gigante, con muchos edificios. El chofer del auto les hizo un recorrido.

Les explicó que allí dormía y trabajaba más gente. Estacionó en el lugar en el que trabajaba el papá de Berenice. Entraron. Él las estaba esperando en el comedor. Al papá de Berenice le llamaba la atención la carterita que tenía Andrea.

—¿Qué tenés ahí adentro? —le preguntó.
Andrea se sintió intimidada:
—Un saquito, le respondió en voz baja.
—¿Un saquito? —volvió a insistir, como si la interrogara.
—Sí, me lo dio mi mamá por si tenía frío.

El papá de Berenice agarró la cartera de la amiga de su hija y la revisó.

Rubén Chamorro –alias Delfín– vicealmirante de la Armada, director de la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA) y responsable directo del Grupo de Tareas 3.3.2, comprobó que efectivamente había un saquito. La miró a los ojos y le devolvió su cartera. En un ratito estará servido el almuerzo, dijo.

***Andrea y Berenice iban juntas a la Escuela Torcuato de Alvear en Caballito. Desde primer grado habían decidido ser mejores amigas. Después del colegio muchas veces jugaban juntas.
La directora, María Elena, tenía un esposo militar. Andrea y Berenice estaban en el B. Lo más divertido era cuando en los recreos Berenice salía del aula y entraba dando una patada a la puerta y rodando por el piso. Imitaba la presentación de la serie del momento, S.W.A.T., escuadrón policíaco. Todas tarareaban el jingle y aplaudían a su amiga mientras hacía su show.

Berenice tenía cuatro hermanos varones más grandes.

Ella era la única mujer y la más chiquita. Un día, Andrea había ido a la casa de su amiga, una casa austera, fría. Mientras jugaban, uno de los hermanos empezó a cantar una canción que a ellas les dio risa, decía así: Los muchachos Perón… no lo podemos decir. Ellas lo imitaban. Muchos años después, Andrea entendería que en la casa de su amiga Berenice había aprendido las estrofas de la marcha peronista, aunque versionada por el hijo de un militar.

***
Rubén Chamorro, mano derecha del Almirante Emilio Eduardo Massera, se sentó en la punta. Andrea y Berenice, a los costados. Varios mozos con guantes blancos les ofrecieron Coca Cola. Andrea aceptó y le trajeron una botella de vidrio chiquita. Ella nunca había visto algo así. En su casa, a lo sumo, compraban la bebida grande. Estaba fascinada.

Cuando terminaron de comer, Berenice le preguntó si quería ver una película. Andrea le dijo que sí. En la pantalla grande se proyectó Drácula en Super 8. Cuando terminó la película de terror, Berenice le dijo que le quería mostrar algo y que para eso tenían que ir a la pieza del papá. Fueron rápido para que nadie las viera. Cuando estuvieron solas con la puerta cerrada, Berenice abrió el placard. Mirá, le dijo. Andrea se quedó dura. En el placard no había ropa, había más de una decena de armas. Conteniendo el aliento, Berenice la volvió a desafiar. Y mirá lo que hay debajo de la almohada. Andrea se dio vuelta y vio que su amiga le mostraba un objeto que sólo había visto en su serie favorita: una granada. Y mirá lo que hay acá, volvió a decirle a su amiga, ya por tercera vez. Berenice abrió el cajón de la mesita de luz, Andrea tomó aire y se acercó: había una pistola.
***

Antes de volverse, Berenice la invitó a jugar al billar. Era una sala enorme en la que podían estar solas sin que nadie las molestara. Pero en medio de la partida, Andrea levantó la vista y miró por la ventana y vio a la mujer encapuchada y encadenada. El cuerpo, lánguido, y el pelo que sobresale por debajo de la capucha. Volvieron en el mismo Falcon verde a la casa de la calle José de Bonifacio.

La mamá de Andrea la fue a buscar y volvieron para su casa. Ninguna de las dos dijo nada.
***

Con el regreso de la democracia, en las primeras marchas organizadas por Madres y Abuelas de Plaza de Mayo y organismos de derechos humanos, Andrea estaba siempre presente. Se escabullía entre las mujeres de pañuelos blancos que llevaban la foto de sus hijos. ¿La habrían torturado? ¿La habrían asesinado? ¿Habría tenido un hijo? ¿Habría sido víctima de los vuelos de la muerte? Miraba las fotos en blanco y negro y pensaba cuál sería la mujer que había visto encapuchada siete años atrás. El cuerpo, lánguido, y el pelo que sobresale por debajo de la capucha.

Nunca se lo había dicho a nadie.

En 1985, Andrea ya había cumplido veinte. La CONADEP comenzaba a gestarse y las publicidades para incentivar a que cualquier ciudadano que supiera, conociera o hubiera sido víctima o familiar de desaparecido se presentara a dar testimonio invadían las radios, los diarios y los canales de televisión. Andrea se sintió interpelada por esos spots.
¿Era el momento de hablar?
Ese día de septiembre había paro docente. Andrea aprovechó que tenía que ultimar unos detalles administrativos en el centro. Estaba con su novio Alejandro, el único con quien había compartido su historia. Por esas casualidades del destino, antes de ir a las oficinas para hacer los trámites pasó por la puerta del Teatro San Martín, lugar en el que la CONADEP tenía sede para recabar los testimonios.

Sentía que lo que tenía para decir no tendría valor, que no iba a servir, pero tenía una deuda con esa mujer. Entró y sacó un número. Delante de ella había 24 personas. Empezó a sentirse mal, le bajó la presión. Se acercó a la chica que organizaba la fila.
—Mirá yo tengo algo muy corto para decir y quiero saber si sirve porque si no me voy. Yo era amiga de la hija de Chamorro, que era el jefe de la ESMA. Cuando yo era chiquita fui a pasar el día ahí y en un momento vi a una mujer que baja de un auto encapuchada y encadenada.
Decime si esto sirve o no porque si no me voy. La chica de los numeritos le dijo que esperara ahí. En menos de cinco minutos, cuatro hombres de traje bajaron por las escaleras buscando a la chica de pelo rubio y ojos celestes que tenía un testimonio que podría servirles. Le dijeron que por favor los acompañara.
Entraron a una oficina en la que había cuatro o cinco escritorios. Andrea estaba en el medio. Y contó lo que sabía.
—Usted no tiene idea de la dimensión que tiene su relato –dijo uno.
—Somos los abogados que nos ocupamos específicamente de la causa ESMA –le explicó otro–. Trabajamos mucho para demostrar que en la ESMA funcionó un centro clandestino de tortura y detención.
—Su testimonio va a ser clave en lo que estamos haciendo.
—Si tuviéramos una botella de Champagne la descorcharíamos.
En algunos meses, Andrea estaría sentada en un banquillo y juraría decir la verdad, y nada más que la verdad. Sentía alivio, pero sobre todo felicidad.
***
La última vez que las dos amigas de la infancia se vieron fue en un bar cerca de Acoyte y Rivadavia. Entre 1982 y 1983. Aún eran adolescentes. Frente a frente en una mesa, la charla no fue fluida. Atrás había quedado el juego de S.W.A.T. y las películas de terror. Andrea sintió que algo había cambiado, su amiga ya no era la de antes. La sentía ida, vacía. Distinta a aquella vez en el acto escolar, Andrea en el medio, Berenice junto a ella. Unos años más tarde, se enteró que Berenice Chamorro se había suicidado.
***
—Berenice fue una víctima, de eso no tengo dudas.
Es el segundo día consecutivo que visita el Sitio de Memoria de la ESMA, los ojos se le ponen vidriosos y la garganta a veces se le seca.
—Este era el living, ahí vimos Drácula, la mesa estaba acá. Él se sentaba allá y nosotras acá.
Después de aquella visita en 1976, Andrea recién volvió a pisar la ESMA aquel 24 de marzo de 2004, cuando Néstor Kirchner decidió abrir las puertas de ese centro del terror.
Mientras camina, Andrea recuerda.
—Esa es la ventana por la que yo la veo. Sí, y ahí estaciona el Falcon. Es ahí.
Andrea habla en presente. La recuerda en presente. Y siente que aún le debe algo.
—Esto es algo entre ella y yo —dice como si fuera el título de una película.
Lleva la marca de la historia más trágica de la Argentina casi de casualidad, sin querer. Pero, aun así, quiere saber quién era esa mujer a la que vio. Qué le pasó después.
Por eso sigue hablando, cuenta, testifica.
Crónica publicada en Revista Anfibia