Por Analía Argento

Ciro Néstor tiene cuatro años y a upa de un amigo de sus papás está a punto de romper a llorar. “Quiero a mamá, quiero el pelo de mi mamá”, ruega y estira su pequeño cuerpo para soltarse de los brazos del “tío postizo” mientras con la mano intenta tocar el cabello de Cecilia que con los ojos vidriosos le explica que tendrá que esperar hasta que salgan de ese lugar. Entonces ella entra al Sitio de la Memoria, el lugar donde nació el papá de Ciro, Juan, y donde la mamá de Juan, la abuela de Ciro, fue vista por última vez cuando tenía 16 años. Ahora a ese sitio, ex centro de secuestro, tortura y exterminio donde funcionó una maternidad clandestina, los niños no pueden entrar porque se sabe que es un lugar tenebroso y oscuro aunque ahora sea un lugar de memoria y a disposición judicial.

Manos amistosas entregan un regalo a Ciro, que en la semana cumplió años mientras en el patio, justo sobre el sótano, forman una ronda Guillermo Pérez Roisinblit, Alejandro Salvador Fontana, Sebastián Rosenfeld Marcuzzo, Jorge Castro Rubel y Juan Cabandié Alfonsín.

Se les suma el mellizo Gonzalo Reggiardo Tolosa que no nació en la ex ESMA sino en La Cacha pero está aquí “porque los considero mis hermanos”. Charlan solos un rato. Alguno fuma. Los organizadores de la Visita los miran de lejos. Ninguno de los seis sonríe. Agachan sus torsos apenas un poco hacia adelante, se tocan sus cabezas mientras se unen con sus brazos en ronda y algo se dicen que sólo ellos escuchan. Después se sacan una selfie y entonces sí sonríen los seis. Miran al celular y hacia arriba abrazados. Ya está. Listos para ir. O al menos dispuestos a salir y enfrentar las dos horas siguientes.

Frente al ingreso al Sitio de Memoria 200 personas esperan para verlos. La directora Alejandra Naftal se para a la izquierda del público con el micrófono en la mano derecha y un paquete de pañuelos descartables en la izquierda. En el otro extremo se para Julián, el guía, y la cronista invitada, es decir, quien esto escribe en este momento. En el medio queda un espacio vacío. Los seis, Guillermo, Alejandro, Sebastián, Jorge, Juan y Gonzalo caminan juntos, lentamente y callados. A través de la puerta y las paredes de vidrio cubiertas con imágenes de detenidos-desparecidos se asoman los seis. Atraviesan la puerta seis hombres, adultos, alguno con panza, alguno con canas, algunos mucho más grandes y corpulentos que la última imagen conocida de sus papás y mamás. Cinco de los seis salieron de este lugar cuando eran bebés, horas o apenas días después de haber nacido. Sus figuras de hombres grandes se imponen recortadas sobre el vidrio con las fotos gigantes en blanco y negro de las víctimas de la ex ESMA.

A ninguno le gusta volver. Ni al hijo de Patricia Roisinblit que cruza sus brazos delante de su cuerpo. Ni al hijo de Liliana Fontana que se mete las manos en los bolsillos. Ni al hijo de Elizabeth Patricia Marcuzzo que mira el piso y apenas levanta los ojos para ver el video que narra parte de lo que fue el plan sistemático de robo de bebés. Ni al hijo de Ana Rubel que une sus manos detrás de su espalda. Ni al hijo de Alicia Alfonsín que durante toda la semana dudó entre ir y no ir porque después la tristeza le dura por lo menos siete días.

Naftal cuenta la historia breve de los cinco que nacieron en el casino de oficiales de la ex ESMA y volvieron este último sábado del mes de octubre de 2017, seis días después del 40º aniversario de la creación de Abuelas de Plaza de Mayo. La hoja tiembla en la mano de Naftal que esta vez, admite, no puede hablar sin leer. Se le quiebra la voz cuando nombra a la mamá de Juan conocida durante su cautiverio como “Bebé”. Guillermo Pérez Roisinblit, que recuperó su identidad en el año 2004, la abraza fuerte, le sostiene las hojas mientras ella lee que su madre lo llamó Rodolfo y que Pedro Alejandro se enteró unos meses atrás, por la declaración de una sobreviviente en el juicio ESMA I, que también nació en este lugar. “Va a ser mi primera recorrida acá”, confiesa Salvador Fontana, que en un primer momento se había negado al examen de ADN pero que avisa que después de la Visita se irá a la casa de su abuela que cumple años. Lo aplauden, por supuesto. Guillermo Rodolfo recuerda haber estado aquí “más veces de las que me hubiera gustado venir”.

Para Jorge es la tercera vez: “Es muy difícil pero estoy convencido de que había que estar acá”, dice y agrega que es “un homenaje a nuestras madres que resistieron y nos sostuvieron en su vientre”. También conoció en el 2004 su verdadera identidad. Juan Cabandié se siente como frente a un paredón y así lo describe. Está serio cuando revela lo que le pasa: “Vale la pena el esfuerzo si sirve para que otro joven, hombre o mujer, pueda recuperar su identidad y para concientizar, para hacer el ejercicio de replicar lo que pasó en un marco en el que se conjuga la desmemoria, la indiferencia o el negacionismo, que es peor”. Gonzalo, que acaba de abrazarse a Juan, recuerda que se conocieron de chicos y que compartían incluso cumpleaños “sin saber cada uno quiénes éramos verdaderamente”.

“A nuestros padres los secuestraron sin juicio, sin causa, los hicieron desaparecer. Muchos responsables hoy están en libertad, sin juicio ni prisión preventiva, hoy que se habla tanto de Justicia y mientras se aceleran procesos para otras personas”, cuestiona Sebastián y en palabras que todos repetirán en el transcurso de la visita señala que “eso no es algo que ya nos pasó, nos sigue pasando y hasta hace dos días le pasaba a la nieta 125 que acaba de recuperar Abuelas. Todavía hay personas que no saben qué pasó ni que han sido robadas”.

El recorrido por el interior del edificio arranca como es habitual con otro video proyectado sobre las paredes de la primera sala. Entre mucho material de archivo en el que aparecen Ramón Camps, Jorge Rafael Videla, José Alfredo Martínez de Hoz, se ve y se oye al almirante Emilio Massera, jefe de la Armada, bajo cuya órbita se encontraba el centro clandestino ESMA: “Aquí luchan los que están a favor de la muerte y los que estamos a favor de la vida”, se oye implacable la voz del genocida que murió sin ser juzgado en la causa por el Plan Sistemático de Robo de Bebés porque su mente ya no comprendía y fue declarado inimputable.

Es difícil que no conmueva el silencio en la sala. Se encienden las luces, los que están sentados en el piso se paran, todos caminan y miran fotos y piden datos y explicaciones.

Cuando el contingente llega al pie de la escalera que conduce al tercer piso, a Capucha, y al desván, es decir Capuchita, Guillermo Pérez Roisinblit hace algunas preguntas sobre la visita de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos en 1979. Las responde “Mantecol”, sobreviviente del sitio que está mezclado entre el público.

Cuenta cómo taparon el ascensor, cómo los trasladaron encapuchados a una isla del Tigre que prestó la Iglesia, donde los tiraron en un espacio muy chico construido debajo del sostén de una casa y cómo los hicieron trabajar durante seis meses como esclavos y casi sin comer. Recordó que uno de los 30 trasladados no volvió y que nunca se supo por qué.

Subido a uno de los escalones junto con Jorge y Sebastián, Guillermo pide a todos que miren las marcas que sobre los escalones dejaron los grilletes que tenían los detenidos desaparecidos en los tobillos. “Estén atentos a ese detalle” propone y agrega: “Gracias”.

En Capucha cada cual hará su propio recorrido. En la pieza de las embarazadas está la réplica de la carta que escribió la mamá de Sebastián, parecida a la de muchas secuestradas que dieron a luz y a las que engañaban diciéndoles que el niño iría con la familia de sangre. La carta de la mamá de Sebastián fue la única que llegó, con el niño, a su abuela materna. Incluso hay una réplica de un pañuelo sobre el que Elizabeth escribió un poema en letras mayúsculas que así comienza: “Se le hinchan los pies el cuarto mes le pesa en el vientre a esa muchacha en flor por la que anduvo el amor regalando simiente…”.

El pañuelo se lo entregó en un baño a Graciela Daleo cuando intuyó que sería llevada al llamado “destino final”.
Daleo sobrevivió y desde sus doce años Sebastián guarda ese pañuelo cuya historia contó parado en el medio de la habitación de las embarazadas mientras Jorge miraba un panel y admitía no haber visto antes el relato sobre su propia historia a pesar de ya haber estado allí.

En el pasillo, parado en la puerta de la pieza de enfrente, está Juan Cabandié. “Mantecol” se acerca y le cuenta: “Vos llorabas mucho, los compañeros decían ¡cómo llora!”. “¿Me escuchaban llorar?” pregunta Juan en voz baja y él le dice que sí. “¿Me viste ahí?”, repregunta y se sorprende Juan y “Mantecol” le repite que sí y que siempre había querido contarle.

Juan lo mira a los ojos y se anima: “¿Sabés si yo tomaba la teta?”. “Mantecol” se incomoda, hace un gesto con los hombros y se excusa, no sabe, contesta con un dejo de pena.

Dos metros más allá, Guillermo parece un guía experimentado.

Se para frente al dintel de una puerta y muestra el espacio minúsculo bajo un techo en diagonal. En la parte más alta apenas cabe una persona de pie y en la más baja sólo cabe una persona en cuclillas o acostada. “Éste es el lugar que más me conecta con mi historia y mi mamá”, relata amorosamente mientras invita a mirar el cuartito que por el excesivo calor a veces dejaban abierto permitiendo que los detenidos que hacían trabajo esclavo en la llamada Pecera (a unos 20 pasos de allí) vieran a su madre. Y algunos la vieron, primero durante los últimos días de gestación y luego, durante tres días, entre el 15 y el 18 de noviembre de 1978, con él siendo un bebé. “No comprendo por qué si nos secuestró la Fuerza Aérea nos trasladaron acá cuando ella estaba por dar a luz”, confiesa una de las tantas dudas que conserva y se queda un rato más en ese minúsculo espacio tan importante para él.

En el sitio ahora hay unos bancos con diseño especial.

En uno de ellos se sienta Lilian, una de las tantas visitantes. “Devastada”, así se define con la espalda doblada y la mirada sobre todo el lugar. “No me imaginé que iba a poder estar acá”, agrega junto a una amiga llamada Analía que también mira a los aparecidos sobrevivientes.

Más o menos lo mismo le pasa a tantos de los que recorren el lugar. Lo repite Ramona cuando todos se trasladan al sótano donde los represores torturaban a sus víctimas.

“Es la primera vez que veo a un nieto”, habla con la mirada iluminada esta mujer de Formosa, sobreviviente también, que se acerca a Sebastián y empieza a narrarle toda su historia. Cuando por fin se desahoga, abraza muy fuerte a Sebastián y se demora en soltarlo. Recién cuando se separan ella sonríe y él le responde de la misma manera.

La Visita termina como empezó. Con Juan, Jorge, Sebastián, Pedro y Guillermo sentados al lado de Alejandra en el Salón Dorado donde en la dictadura se definía quiénes vivían y quiénes eran llevados al “destino final”. Sobre las paredes se proyectan las distintas causas judiciales, las condenas, los rostros de los condenados. A las 19:43 termina la proyección del video y el silencio sólo lo interrumpe un fuerte aplauso.

Sin embargo, es difícil sentir alivio.

Ni aun con los mensajes de esperanza y de vida de los cinco nacidos durante el cautiverio de sus mamás.

Jorge dice: “Lo que pasó en los 70 nos sigue pasando.

La historia se puede repetir. Todos nos hemos sentido conmocionados por Santiago Maldonado (el joven que murió en Chubut y cuyo cuerpo fue encontrado dos meses después de su desaparición)”.

Guillermo reconoce que tardó diez años en asumir su historia. “Les agradezco profundamente que nos hayan acompañado”, agrega él que cuando llegó pedía que no lo vean siempre como una víctima porque también construyó una historia de afectos feliz.

Juan insiste en que todas las veces en que estuvo en el sitio fueron “no deseadas”. Bromean entre ellos sobre el lugar donde nació cada uno. “Yo tuve cuarto privado”, retruca Guillermo y juntos logran cambiar el humor de los visitantes que aplauden y otra vez aflojan sonrisas.

“Yo no tengo odio por los que me robaron, no tengo odio por los que cometieron esta atrocidad, no tengo odio por los cómplices. Rechacemos el odio y tengamos esperanza, una sociedad distinta está en vigencia y la recuperamos cuando recordamos a los desaparecidos”, alienta Cabandié más político mientras Sebastián insiste: “Pregúntense más en sus casas qué pasa con los 300 pibes que no saben quiénes son y quiénes se los robaron”.

Todos tardan otro rato en irse. Incluso los que no querían estar allí. Charlan. Se abrazan. Se saludan y por fin se empiezan a ir de un lugar del que nunca terminan de salir.

Afuera los espera la vida que lograron construir y la que cambiaron desde que saben quiénes son.
A Juan y a Cecilia los espera Ciro, que ríe y se abraza al cuello de su mamá.

ANALÍA ARGENTO es periodista y licenciada en Ciencias de la Comunicación (UBA). Trabajó en El Cronista Comercial, La Prensa, Perfil, revista Debate, Canal 9, Radio 10 y Radio del Plata. Actualmente trabaja en Infobae y conduce un programa en Radio Palermo. Es autora de De vuelta a casa, historias de nietos restituidos (Marea, 2008), La guardería montonera, la vida en Cuba de los hijos de la Contraofensiva (Marea, 2013). En 2013 recibió el premio Juana Azurduy en el rubro Periodismo y Derechos Humanos entrega