En busca del botín de la Armada

Seis allanamientos en la causa ESMA disparan puntos pendientes del robo de bienes.

Todavía estaban arriba de la librería Fausto, en un departamento de la avenida Santa Fe, cuando Marcelo Camilo Hernández escuchó la voz del “Tigre” Acosta. Tenían que dormirlo antes de sacarlo a la calle: “Si no, este –dijo Acosta– va a hacer un despelote bárbaro”. Ahí nomás le inyectaron pentotal, la droga mortífera de los vuelos de la muerte. Hernández abrió los ojos en la enfermería de la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA). Cuatro días después, desgastado, debió darles la dirección de su casa. Viajó dentro del baúl de un Falcon con los ojos vendados y grilletes en los pies. Rolón gritó, como en días previos, quién había sido el pelotudo que le dejó los grilletes. Hernández debía moverse a los saltos para entrar a la casa donde su compañera apenas había dado a luz.

“En ese procedimiento se llevaron de mi casa dinero que tenía de la organización”, declaró en 2001 ante el ahora difunto juez Claudio Bonadío. “Era una suma muy importante. Eran bolsos llenos de billetes. Entre los bolsos y los plazos fijos que se apropiaron serían entre  500.000 y 1 millón de dólares”.

Desde ese 14 de enero de 1977 pasaron 44 años y seis allanamientos durante los últimos meses en cuatro propiedades del microcentro porteño, en otra de la calle José Bonifacio del barrio de Flores y en otra del pueblo bonaerense de Navarro. El juez Sebastián Casanello, nuevo magistrado a cargo de la investigación de los crímenes del centro clandestino de la ESMA, los dispuso bajo estricto secreto. Las novedades incluyen ahora una investigación de la Procuraduría de Criminalidad Económica y Lavado de Activos (PROCELAC) del Ministerio Público Fiscal, donde sus integrantes terminan de volcar en un informe datos de la historia de lavado que iniciaron los marinos con aquellos bolsos de dinero.

El informe será dirigido en los próximos días al fiscal de la causa con una serie de recomendaciones. Contiene un análisis de bienes: catorce sociedades comerciales –dos de ellas en Panamá y una en Estados Unidos–, nueve propiedades y ocho vehículos. Convencidos de que debía hacerse mucho antes, sorprendidos por la enorme capacidad de los marinos de conformar un laberinto de sociedades que se cruzan unas con otras en los años en que las offshore no estaban de moda, los investigadores bucean en el incremento patrimonial de algunos nombres y sugerirán a la fiscalía ciertas medidas bajo la hipótesis del lavado de activos producto del desapoderamiento de dos personas: Marcelo Camilo Hernández y el contador Conrado Gómez.

El robo de bienes de la ESMA se inició con el almacenamiento de objetos de los y las desaparecidas en el sector del centro clandestino conocido como El Pañol. El Pañol chico era un pequeño cuarto ubicado en el tercer piso del edificio, cerca del ingreso a Capucha, donde los represores acumulaban ropas, zapatos y carteras. El Pañol grande era un espacio más amplio donde almacenaban muebles, heladeras, ventiladores, alfombras, estufas, bicicletas, bibliotecas, lavarropas, vajilla y juguetes, recuerda actualmente el Museo Sitio de Memoria ESMA. Hasta 1977, el Pañol Grande ocupó la extensión completa del ala norte del edificio, donde también había grandes montañas de cuatro metros de largo compuestas por prendas de miles de desaparecidos y desaparecidas. La ropa usada en ocasiones por los prisioneros convivía con tocadiscos, máquinas de coser, filmadoras y máquinas fotográficas, todo utilizado para el funcionamiento de la máquina de exterminio. En el verano de 1977 comenzó un nuevo momento en la historia del robo de bienes: con Hernández caía el grupo de Finanzas de la Organización Montoneros, donde los marinos buscaban afiebrados parte del dinero de los hermanos Juan y Jorge Born.

“La Organización Montoneros tenía un local prestado en la avenida Santa Fe, entre Callao y Rodríguez Peña, arriba de la librería Fausto –detalló Hernández–. Ahí funcionaba todo lo que era la parte financiera nacional de la organización. Ese local era la oficina de Conrado, que actuaba de oficina y de departamento de Conrado, ya que vivía provisoriamente en ese lugar. Eso funcionaba como pantalla legal donde él sabía quiénes éramos nosotros, pero él era un estricto colaborador, no estaba encuadrado en la organización. Ese día lo recuerdo básicamente porque mi mujer iba a tener familia y decidí pasar un minuto por el local. Cuando ingresé ya habían montado una ratonera”.

Un día antes, la Armada había conseguido los datos.

“Eso debe haber causado un revuelo terrible en la ESMA, ya que tenían la punta de finanzas de Montoneros y de los dólares de los Born (…). Creo que pasé a las nueve y media de la mañana. Dejé el auto en un estacionamiento en la avenida Callao y me dirigí a la oficina. Cuando entré se me tiraron encima cinco a ocho tipos. En ese momento, me dijeron:

–Quedate tranquilo, que es un operativo antidrogas.

La preocupación de ellos era que no tomara la pastilla de cianuro. El procedimiento era que uno caía, lo agarraban, le sacaban la pastilla, lo engrillaban y lo esposaban y lo mandaban para el fondo. Cuando caí, evidentemente noté que ya habían caído otros, y después escuché que seguía cayendo gente”.

Durante una serie de operativos encadenados a partir del 10 de enero, el grupo de tareas (GT) encontró distintas pistas sobre un botín depositado en bancos en Europa y secuestró 130 millones de pesos moneda nacional del estudio de Gómez. También documentos de la sociedad comercial Cerro Largo S.A.C.I.A., dueña de unas 26 hectáreas en la localidad mendocina de Chacras de Coria, papeles de caballos pura sangre alojados en Paso de los Libres, una colección de 700 libros, muebles del estudio jurídico, escritos, expedientes, documentos, un aparato de teléfono, máquinas de escribir, calculadoras, ropa, artículos de baño, una máquina de afeitar, juegos de sábanas y toallas, planchas y la rapiña: café, té y yerba mate.

“Estaban desafortunadamente contentos porque habían encontrado mucha plata de Gómez. Creo que debe haber sido el primer operativo en el que encontraron, además del típico botín de guerra, mucho dinero, el auto y todos los muebles –siguió Hernández–. Recuerdo haber escuchado que no sabían qué hacer con la plata, si la blanqueaban o no. Eso los hizo discutir entre ellos. Evidentemente era mucha plata. Los tenía muy ocupados una caja fuerte muy pesada, querían abrirla. Recuerdo haber visto después de mucho tiempo en el playón de autos de la ESMA el auto de Conrado Gómez, que era un Fairlane bordó o marrón, y el mío, un Peugeot 404 que estaba a mi nombre y que se lo dieron a un tipo que era contador o escribano”.

Eufóricos por el hallazgo, ese verano empezaba la denominada etapa de privatización de la represión de la Armada para beneficio económico del grupo liderado por Emilio Massera, según destacó por escrito la Cámara de Apelaciones hace años en el origen de la causa por robo de bienes. Los líderes eran las cabezas visibles del centro clandestino: Jacinto Rubén Chamorro, Jorge Acosta, Jorge Rádice y “El Duque”, Francis William Whamond.

Rádice era “Ruger”, de profesión contador. Desde noviembre de 1976 llevaba un documento falso a nombre de Juan Héctor Ríos. Eran los primeros documentos que se hacían en el sótano de la ESMA con un nombre que seguía las líneas de las iniciales del nombre real. “El Duque” escogió el suyo: Francisco Williams. Los dos nombres empezaron a ser usados en una sociedad comercial: Will-Ri S.A., el apócope de Williams y Ríos. Se ubicaba en la avenida Cerrito 1136, sede legal del Partido para la Democracia Social, creado por Emilio Massera para su proyecto político. Will-Ri abrió oficinas en la provincia de Mendoza para administrar la venta de los campos de Chacras de Coria, la primera etapa del laberinto de sociedades que hacia 2014 la Unidad de Investigación Financiera de José Sbatella veía que todavía seguían con vida.

“En las conversaciones que mantenían alrededor de los bienes obtenidos o de dinero, generalmente participaban los mismos, que eran el “Tigre” Acosta, Whamond, Pernía, Rolón, Menotti y Radice. En el momento en que caí yo tenía en mi poder mucha documentación relacionada a las finanzas de la organización, tales como el vencimiento de los valores. Por tal motivo, tuve que hacer una nota a dos personas que tenían colocado el dinero para que le hicieran entrega a los portadores de la carta. Esa misiva me la hizo hacer “Ruger”, es decir Rádice, quien posteriormente me dijo que se había encargado personalmente del tema. Esto ocurrió dentro de los treinta días. En los primeros días me sacaron engrillado para ir hasta la oficina que tenía. Recuerdo que Rolón dijo: ‘¿Quién fue el boludo que no le sacó los grilletes?’, ya que cuando me bajaron del auto para entrar a la oficina, tuve que ir a los saltos”.

Para esa época abrieron una inmobiliaria en la calle Besares, cerca del edificio de la ESMA, donde comenzaron a blanquear propiedades robadas de los y las desaparecidas con documentos elaborados en el edificio. El sistema empezó a dejar atrás de manera paulatina los procedimientos de los primeros tiempos, mediante los cuales obligaban a los detenidos  y detenidas o a sus familias a firmar un poder o papeles en blanco para transferir propiedades. Con los poderes realizaban compras y ventas de propiedades y de empresas.

Para 1979 Rádice, “Ruger”, el contador, había mudado parte de su actividad a la oficina de la calle Cerrito de Massera, a pocos pisos de distancia de la oficina de Licio Gelli de la logia P2.

En 2014, la Unidad de Información Financiera (UIF) logró organizar parte de la información que durante años brindaron sobrevivientes e investigadores y que acumuló el expediente del entonces juzgado de Sergio Torres. Analizó un cuerpo de doce sociedades relacionadas entre sí  en el que se sucedían los nombres de Jorge Rádice, de su hermana Norma Rádice, de Ricardo Cavallo y de un grupo de civiles, entre quienes estaba el enigmático cordobés Miguel Ángel Egea y su esposa norteamericana Bárbara Franz. Las empresas estaban localizadas dentro del país y en paraísos fiscales. Las que estaban dentro de la Argentina no parecían rentables, pero vivían de recibir “inyecciones” de dinero de las compañías que ellos mismos tenían afuera. Los datos del Banco Central señalaban ese año que de 2001 a 2014 llevaban “inyectados” 19.008.513 pesos, casi 20 millones.

“Se evidenció que la mayor parte de las sociedades nacionales acumulaban constantes resultados negativos, sin perjuicio de lo cual se observó que, a través de los accionistas del exterior o de las propias sociedades locales, se efectuaron inyecciones de dinero mediante aportes de capital o préstamos de ayuda financiera que no resultaban sustentados a partir de las ventas contabilizadas”, señaló la UIF. “Esto último constituye una clara maniobra tendiente a lavar activos, ya que mediante los aportes de una sociedad extranjera se ingresan al país sumas que se encontrarían en el exterior y que tendrían origen en la liquidación de todos los bienes que fueron apropiados por el Grupo de Tareas 3.3.2.”.

Entre las empresas analizaron a Seal Lock S.A. Martiel S.A. y Talsud S.A., más conocidas en las investigaciones vinculadas a la trama del robo por la intervención entre los integrantes Cavallo, Acosta y Rádice, que pasaron en distintas épocas por otras empresas. Ese núcleo de nombres cercanos al primer Estado Mayor de la Armada de la dictadura parece haber ido dejando lugar a otros como el de la hermana Norma y de Miguel Ángel Egea. Dada su presencia constante en las sociedades, la UIF entendía que comenzaron a ser parte de los prestanombres cuando los marinos empezaron a ser investigados en las causas judiciales. Las pesquisas tuvieron un nuevo salto en el año 2016 con la revelación de los Panamá Papers. A partir de una búsqueda colaborativa de ex investigadores y periodistas en registros de acceso público, se descubrió parte de la historia de una de las empresas más viejas: Adela Compañía de Inversiones S.A.

El Registro Público de Panamá, famoso desde el estallido de los Panamá Papers, contenía parte de la historia. Adela Compañía de Inversiones S.A. era un consorcio creado por capitales norteamericanos en 1966, destinado a inyectar dinero en América Latina en el marco de la Guerra Fría. Los datos del registro panameño sostenían que tenía una duración “perpetua” y que estaba “activa” con un capital curiosamente importante: 10 millones de dólares, un número poco frecuente en otras sociedades offshore con cifras usuales de 1.000 dólares. En 2016, el “presidente” de la compañía era Miguel Ángel Egea, quien a la vez aparecía como su “representante”. En el directorio estaba Norma Beatriz Rádice y otros nombres asociados a la Armada en distintas empresas de Buenos Aires, como el de Darío Jesús Orozco Acuña.

Carlos Schwartz es un periodista argentino radicado en España, especialista en flujos financieros, que siguió durante años el caso. “Adela era un instrumento imperialista apadrinado por el Banco Mundial para el saqueo de América Latina”, dijo en ese momento. “Adela fue (y puede que siga siendo, hasta que se demuestre lo contrario) un instrumento de inversión para América Latina de algunos de los capitales más poderosos de los años sesenta, como la familia de banqueros suecos Wallenberg, la Standard Oil (grupo Rockefeller) o Fidelity-Philadelphia Trust Company. Es un consorcio tristemente célebre para la izquierda de las décadas de 1960 y 1970. Se suponía, y se la acusaba de ello, que Adela había inspirado los movimientos golpistas de los años ’60 en la región a través de sus profundos lazos con el Departamento de Estado de Estados Unidos y su relación personal con Henry Kissinger”.

Los marinos y sus socios argentinos desembarcaron en la compañía en 1988 de la mano de un estudio de abogados llamado Arias, Fábrega & Fábrega, a quienes los diarios de Panamá mencionaban como parte de los estudios dedicados a crear y facilitar estos negocios. Por los papeles que surgían de las cuentas, Schwartz entendió probable que “Egea, Rádice y el resto compraron Adela una vez que quedó técnicamente abandonada por sus accionistas anteriores. Las fechas más o menos coinciden –detalló–. Los abogados panameños dejan ‘durmiendo’ las compañías que suspenden actividad y cuando pueden las venden”. Pero tampoco estaba seguro: “En la Argentina, Adela fue favorecida por el ministro de economía de Juan Carlos Onganía, Krieger Vasena –sigue Schwartz–. Es un misterio cómo esa sociedad cayó en manos de los marinos de la dictadura. ¿La compraron a un despacho de abogados de Panamá? ¿O los socios antiguos siguieron como socios de los marinos depredadores?”.

La presencia de ellos puede suponer, entonces, la salida de los propietarios anteriores, pero sigue siendo curiosa la selección de un espacio vacante, dedicado originalmente a sostener la represión de las dictaduras del Cono Sur.

La investigación del juzgado de Casanello vuelve sobre esa trama. Entre los nombres de las catorce compañías que estudia la PROCELAC también está Adela Compañía de Inversiones. Con esa y el resto de las sociedades, el organismo realizó una investigación típica de lavado. Analizó la evolución patrimonial de los marinos y entendió que habían tenido un crecimiento que no podían justificar con los ingresos legales. Luego analizó la evolución de las sociedades. La novedad de esta etapa que acaba de comenzar es que por primera vez se dispone a trazar un puente entre las sociedades y los bolsos que se llevaron de la casa de Hernández y los caballos de carrera, la máquina de afeitar y el dinero de Conrado Gómez.

Hernández es el fotógrafo que debió tomar las imágenes de las monjas francesas Leonie Duquet y Alice Domon, secuestradas en el sótano de la ESMA. Norma Rádice vivió en el barrio de Urquiza, donde hasta hace unos años recibía a su hermano represor los domingos a la mañana, mientras él seguía detenido. Egea murió inesperadamente el 24 de marzo de 2016 mientras vivía en Miami. La intervención de la UIF en la causa ESMA quedó interrumpida durante el gobierno de Mauricio Macri. Ahora volvió a presentarse. La investigación del lavado de bienes de la Armada, en tanto, es una enorme ruta pendiente que tiene en este episodio apenas un nuevo punto de partida.

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