Por Héctor Rodríguez

El último sábado de septiembre se llevó a cabo en el Museo Sitio de Memoria ESMA “La Visita de las Cinco”, dedicada al Día del Estudiante Secundario. En esta ocasión se buscó rememorar lo sucedido en el Instituto Ceferino Namuncurá, un colegio católico de Florida, partido de Vicente López.

En 1976, once personas de esa institución, entre alumnos, ex alumnos, docentes y celadores, resultaron víctimas del terrorismo de Estado. En la ESMA, el campo de concentración y exterminio más grande de toda la Ciudad, estuvieron secuestrados en condiciones inhumanas más de veinte jóvenes en edad escolar.

Los hechos en el Namuncurá bien pueden asociarse con La Noche de los Lápices. Aquellos secuestros y desapariciones de estudiantes platenses tienen un lugar grabado en la memoria colectiva. “La Noche del Ceferino”, en cambio, necesitó décadas hasta alcanzar la luz, para deconstruir ese entramado viscoso. Las historias que sufrieron sus protagonistas fueron ocultadas durante años por el propio colegio y sus autoridades, naturalizando una mordaza tan inexplicable como dolorosa.

La última dictadura cívico-militar provocó no solo un rosario de padecimientos atroces sino también consecuencias veladas que se extienden hasta nuestros días. La dificultad para hablar y así expresar lo ocurrido —inclusive en carne propia—, como un modo de extirpar las marcas incrustadas en el alma, y el silencio, como mecanismo de defensa, fueron algunos de esos efectos devastadores depositados en amplios sectores de nuestra sociedad. Ese mutismo social me recuerda aquel ingenuo (en apariencia) cartel de chapa que rodeaba como un anillo la cintura del Obelisco, ya meses antes del inicio de la dictadura. “El silencio es salud”, rezaba. Todo un símbolo. Era una advertencia siniestra del terror que dominaría al país en esos años. Osvaldo Cacciatore, el intendente de facto porteño, se jactaba con petulancia de ese mensaje circular.

Recién hace pocos años un puñado de ex alumnos y sobrevivientes del Ceferino pudieron reunirse y hablar, hasta llegar a colocar en la vereda del colegio dos baldosas por la Memoria a modo de tributo, que incluyen a las cinco víctimas que resultaron asesinadas y desaparecidas en la ESMA.

Estamos a punto de iniciar la recorrida guiada, con los invitados especiales Adriana Suzal, Normal Suzal y Ana María Cacabelos, ex alumnas del Ceferino, junto a Guillermo León, quien fue celador. Los cuatro son sobrevivientes de la ESMA. “Esta visita tiene como protagonistas a los jóvenes”, dice Sebastián Schonfeld, director de Relaciones Institucionales del Museo, abriendo la presentación, mientras el público se agrupa en la entrada al edificio que fuera el Casino de Oficiales. “Durante los años ‘70, los alumnos del Instituto Ceferino Namuncurá quisieron armar un Centro de Estudiantes, pero las autoridades se opusieron. Entre el 8 y el 12 de octubre de 1976, fueron secuestradas diez personas que estaban relacionadas con el Ceferino”. Schonfeld nombra a cada una de esas víctimas enviadas a la ESMA. “Cuatro de ellas, Gabriela Petacchiola, José y Cecilia Cacabelos más Eduardo Degregori continúan desaparecidas”.

Ana Cacabelos es quien toma el micrófono: “Hoy, 30 de septiembre, hace 41 años fue la última vez que vi con vida a mi hermano José. Ese día cumplía 19 años.

El Grupo de Tareas me había llevado para mantener una reunión con él. José hoy cumpliría 60 años”, dice. “De los cinco hermanos que éramos, tres comenzaron su militancia en los ‘70. Esperanza era la mayor, docente de Historia del Ceferino, casada con un militante nacionalista y más tarde peronista. José estuvo hasta segundo año. Cecilia, la más chica, llegó hasta quinto, en el Namuncurá, aunque debió dejar en junio del ‘76 para vivir clandestina, tras la caída de José. Todos ellos militaban en la Columna Norte de Montoneros”. Luego cuenta cómo mataron en un operativo a Esperanza y a Edgardo, su cuñado. “Mi sobrino de dos años se salvó; estaba escondido en la bañera. Con Cecilia fuimos secuestradas el 11 de octubre y traídas a la ESMA. No volví a verla. A José y a ella los llevaron en los vuelos de la muerte”, concluye.

Norma Suzal relata cómo fue secuestrada el 8 de octubre de 1976, mientras cursaba quinto año, con 17 años.
“Formó parte de una redada —afirma—; ese día también fueron secuestradas Elizabet Turrá, Gabriela Petacchiola y Eduardo Degregori; ellos dos continúan desaparecidos.

Junto a Lisi Turrá fuimos liberadas tres días más tarde.” Guillermo León fue celador del instituto a principios de los ‘70. “Eduardo Degregori era mi amigo del alma, quien me reemplazó en el colegio. Nuestra militancia era en una Unidad Básica de Florida. El 12 de octubre me tocó a mí.

Pensé que era la Triple A. Después me enteré de que era este lugar donde estuve desaparecido nueve días. Tras ser torturado, me liberaron. Me sirvió para poder testimoniar en los juicios”. León hace un repaso del proceso legal. Miro a mi alrededor, a los más jóvenes. Trato de imaginar cuántos de ellos desconocen ese desarrollo clave que desembocó en condenas a centenares de genocidas.

“Yo soy Adriana Suzal, también estuve secuestrada aquí en octubre del ‘76 junto a mi novio de aquel momento, Ricardo Domizzi, quien falleció hace muy poco. En 1973 el Ceferino fue el primer colegio religioso que tuvo un Centro de Estudiantes. Duró poco. Y nos costó mucho”. Adriana muestra una fotocopia del acta de constitución. “Esta letra es mía”, dice, señalando la portada. Luego se refiere al documento que sostiene en su mano, Subversión en el ámbito educativo. “La escuela era nuestro ‘territorio’ de acción. Por lo tanto, reivindico la militancia estudiantil, la lucha de hoy y las tomas de los colegios”, cierra emocionada.

Desde México, donde vive, Lisi Turrá grabó un video: “Los que sobrevivimos al terrorismo de Estado tenemos el compromiso de seguir siendo preclaros. Y de seguir sembrando conciencia (…) Lo que ocurrió en el Ceferino es una muestra de lo que pasó y seguirá pasando si no estamos alertas; el enemigo sigue siendo el mismo”.
Luego comparte un poema dedicado a su amiga Gabriela Petacchiola: En memoria.
Vamos a buscarte galopando por el camino del recuerdo montados en una lágrima.
El dolor es un caballo en la memoria desbocada.

Lisi sigue leyendo desde la pantalla de su computadora: Quedó una intemperie en tu lugar / un alrededor sin Gaby / la garganta cerrada de la angustia. (…) ¿De qué tamaño fue la muerte que te llevó? ¿Qué grito te enmudeció los ojos para que desviaras el futuro incinerado?.

Observo la reacción del público. Es una foto de decenas de ojos húmedos, escuchando hipnotizados a quien a miles de kilómetros le pone vuelo a la ausencia, mientras un piano suave, de fondo, completa la puesta poética. El pico emocional de la tarde rozaba, tal vez, su punto más alto.

Aquí sentada está Vera Jarach, con sus casi 90 años a cuestas. Llegó de pequeña a la Argentina desde su Italia natal. Su familia era perseguida por ser judía. Su abuelo paterno acabó en Auschwitz. No hay tumba adonde pueda ir a llorarlo; tampoco tiene adonde llevarle flores a Franca, su única hija de 18 años, desaparecida aquí, en la ESMA. A Vera la acompaña otra Madre, Hilda Micucci; también están Clara y Marcos Weinstein (Fundación Memoria Histórica), y el prestigioso genetista y especialista en bioética Víctor Penchaszadeh (¿cuánto le deben las Abuelas a su aporte clave sobre el primer Índice de “Abuelidad”?), acompañado por su esposa.

Ingresamos al edificio. Somos muchos. En la planta baja un audiovisual refleja en una línea de tiempo desde la caída del peronismo hasta la recuperación de la democracia, incluyendo entre muchas imágenes abrumadoras la infatigable lucha de las Madres. Mauricio, quien será el guía de la Visita, explica en el hall de entrada el recorrido que haremos. Los cuatro sobrevivientes comienzan sus relatos.

Guillermo León desgrana las modificaciones que recuerda.

La escalera que ya no está, por ejemplo. Debieron “disimularla” en 1979, a raíz de la visita de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. “Luego de los interrogatorios, nos llevaban al sótano por la escalera, y a veces por un ascensor que estaba allí enfrente”, señala Norma Suzal. León habla del ruido de las bolas de billar golpeándose sobre las mesas de juego, en el Salón Dorado.

Lo siniestro y lo banal, conviviendo sin pudor. Mientras los visitantes van subiendo hasta el tercer piso, el mismo sobreviviente advierte las marcas de los grilletes que aún perduran, gastadas, sobre el borde de los escalones.
Ya en Capucha, las hermanas Suzal cuentan sus experiencias traumáticas entre colchonetas mugrientas y música a todo volumen. El amedrentamiento constante, la humillación, el miedo en el cuerpo. Ellas responden preguntas mientras un grupo lee los textos explicativos impresos sobre placas de acrílico. Otros recorren con sigilo el Cuarto de las Embarazadas y el sector que los marinos denominaban Pecera, donde se hacía trabajo esclavo.

Me cruzo con una vieja amiga. Hace años que no nos vemos. Tras la sorpresa, le pregunto por qué vino. “Es que soy egresada del Ceferino, Héctor. Promoción ‘77”, dice, y observa mi perplejidad. Nunca habíamos hablado de esto. Sus ojos claros están vidriosos. “Estoy conmocionada y algo avergonzada, también. Yo no sabía nada de todo lo del colegio”, agrega, mientras avanzamos por ese pasillo en penumbra.

El Sótano fue el primer y último lugar al que fueron llevados los casi cinco mil prisioneros que habitaron este infierno. Apenas entraban, eran sometidos a interrogatorios bajo tortura. Y era el último escenario, porque aquí se iniciaban los “traslados”: les inyectaban pentotal para adormecerlos, los cargaban en camiones militares y luego los ejecutaban en los vuelos de la muerte, arrojándolos vivos al mar.

Guillermo León señala la columna donde lo esposaron, mientras rememora el ruido de la máquina de escribir tecleando sin cesar, en medio de gritos desgarradores.

“Desde ahora sos el 503. Se acabó tu nombre”, le dijeron sus guardias. Relata el interrogatorio y la sesión de picana a la que fue sometido. “Acá te vamos a dar máquina hasta que te quedes. O hablás, o de acá no te vas más”.

Adriana Suzal lee un fragmento de un texto de Ricardo Domizzi. “Para que su palabra también esté hoy aquí”, sostiene. “Allí conocí lo más enaltecedor y lo más denigrante del ser humano. (…) Nos acusaban de lo más puro que nos constituía como sujetos. Querer una sociedad más justa e inclusiva. (…) Nos dejaron libres a algunos y desaparecieron a otros. ¿Fue una libertad para contar lo que nos pasó? ¿Fue una libertad para aterrorizar a los demás?”, cierra Suzal, en medio de un silencio conmovedor.

“El tema del final de mis hermanos –dice Ana Cacabelos, con voz pausada– nunca se pudo hablar en mi casa. Para mi papá era una realidad terrible. Tampoco teníamos la certeza de lo que había ocurrido con los chicos”.
La Visita finaliza en el Salón Dorado. Allí se planificaban los secuestros, se hacía la Inteligencia y se preparaban las estrategias. Antes del cierre proyectan sobre las paredes las imágenes de los oficiales juzgados y condenados en los juicios actuales. “Sobrevivir no es fácil. Es una alegría, sí, pero no es nada sencillo. Yo nunca pude hablar de esto. Mis hijos escucharon mi historia recién en el testimonio que di en el juicio a la ESMA”, confiesa Adriana Suzal. Su hermana Norma pone el acento en lo que considera fue una “Noche de los Lápices de Zona Norte”. “No fue vista como tal —dice—. La comunidad del colegio nunca se enteró de que esto había ocurrido, mientras los sobrevivientes no pudimos hablar. Y esto nos marcó de por vida”. Entre el público están sus familiares y sus ex compañeros. Continúa. “Muchos estamos seguros de que el director del colegio tuvo que ver con las listas negras del Ceferino”. Al lado, está Ana Cacabelos. “Hoy, aquí, somos víctimas. Pero en la vida cotidiana tenemos el trabajo de corrernos de ese lugar.

¿Por qué yo salí de este infierno y tanta otra gente no?”, dice y se refiere a sus sensaciones cada vez que ingresa al predio. “Es una conversión que hago para llegar hasta acá; debo transformarlo en algo positivo. Yo sobreviví, nunca me planteé por qué. Sé que lo único que puedo hacer con eso es ser la voz de mi familia, mis hermanos y mi cuñado Edgardo.” Soy el último en hablar. En nombre de todos felicito al equipo de trabajo del Sitio que dirige Alejandra Naftal.

Son comprometidos, sensibles y profesionales a la vez.
Todos y cada uno de ellos recogen un aplauso sostenido.

Estoy aquí como cronista porque llevo adelante un proyecto, que es el de narrar la historia de la familia Cacabelos, a quien conozco de pequeño. Después del ´76 les perdí el rastro. La única vez que asistí al Juicio a las Juntas quiso ¿la casualidad? que pudiera presenciar la declaración de José Cacabelos padre. Llevo un tiempo reconstruyendo el rompecabezas de la trama familiar.

Tal circunstancia me permitió conocer a fondo lo ocurrido en el Ceferino. Entrevisté a muchos de los protagonistas de aquel período irrepetible y vertiginoso, donde las utopías y los sueños de miles de jóvenes, como un fugaz resplandor, parecían estar al alcance de la mano.

Narro sobre el final una anécdota que me contó un ex alumno, Federico Salcines, referida a un encuentro casual que tuvo con Cecilia Cacabelos, su amiga, apenas un mes antes de su desaparición. Federico está allí, en la sala, escuchándome. Es la primera vez que pisa la ESMA y la emoción lo desborda.

“¿De qué tamaño fue la muerte que te llevó, Gabriela?”, preguntaba Lisi Turrá en el inicio de la tarde.
Me pregunto ahora de qué tamaño deberá ser la Memoria que sostenga, tenaz, la barrera contra el olvido, en tiempos donde el negacionismo se filtra en los discursos oficiales, buscando licuar nuestra historia.

¿De qué tamaño habrá sido la entrega y el compromiso de tantos estudiantes como los del Ceferino, a quienes les arrancaron los sueños (y la vida) de cuajo? ¿De qué tamaño habrán sido los ideales de transformación de los treintamil que ya no están y sin embargo habitan, inconmovibles, en nuestros corazones? Seremos implacables en la tarea de sostener las premisas de Verdad y Justicia, como único camino posible. Entretanto, una porción de luz reverbera en la palabra de Juan Gelman: “No se puede dejar descansar a la Memoria, no se puede uno arrellenar en la comodidad del olvido, porque el hombre, ¿es memoria o qué?”.

HÉCTOR RODRIGUEZ es comunicador. Integra la Comisión Memoria, Verdad y Justicia y Barrios por Memoria de Zona Norte.