Por Tití Fernández

A mis 67 años sólo había una entrado una vez al predio de la antigua Escuela de Mecánica de a Armada. Ocurrió para una charla a la que me invitaron los estudiantes de periodismo de la escuela que funciona en este espacio. Fue muy agradable el rato que pasamos con los chicos y muy duro el primer impacto cuando ellos me contaban sobre el infierno que había sido ese lugar en la época de la dictadura. Muchos de esos chicos eran hijos o familiares de un desaparecido  y asesinado en esa época. Me acuerdo que me fui conmovido. Salí en el auto, manejando, pensando cómo pudo haber asesinos, personas que sólo se me ocurren enfermos para pensar que habían podido hacer tanto mal.

A comienzos de junio de 2018 me llamo la directora del Museo de la ESMA, Alejandra Naftal, para invitarme a participar de la Visita de las cinco, que se hacía el último sábado del mes para recorrer el edificio en el que había funcionado el centro clandestino. Cuando llegó el día, 30 de junio, le pedí a dos amigazos que me acompañaran, Marcela Rey y Fernando Castiglioni. Era poco antes de las cinco de la tarde. Ya estábamos adentro. A la espera. Afuera había muchísima gente aguardando para ingresar. Apenas entramos pasamos a una oficina en la que se ultimaban detalles. Ahí vi por primera vez a Ricardo Coquet, Alfredo «Mantecol» Ayala, sobrevivientes de la dictadura y a María Cristina Muro, esposa de Carlos Alberto Chiappolini, un secuestrado y desaparecido que estuvo preso en el lugar.

Les juro que fue muy duro encontrarme con la realidad de la que ellos me hablaban. Disculpen si me voy por las ramas, pero recuerdo que antes de arrancar, cada uno de nosotros contó algo de lo que había sido su vida, como para presentarnos. Y yo dije que había sido uno de los tantos argentinos que fue caminando hasta el Obelisco, banderita en mano, festejando el título del Mundo que habían conseguido Los muchachos de Menotti, el director del equipo técnico de aquella selección. Les dije eso. Que vivía en un tupper. Como tantos otros no tenía idea de lo que estaban haciendo los represores asesinos que detentaban el poder. Eso mismo dije de alguna manera más tarde, cuando salimos de esa oficina, y volvimos a presentarnos ahora frente a los que esperaban para poder ingresar.

Cada paso que dábamos a medida que íbamos pasando por los lugares era un dolor de panza. Capucha, la Pecera, la maternidad, la sala de torturas, la enfermería adonde atontaban a los detenidos para subirlos a un avión y tirarlos al río. La experiencia más dura de este tipo que yo  había vivido fue durante el mundial de Alemania cuando fui a conocer un campo de concentración en Múnich, después de ver la cámara de gas adonde llevaban tandas de veinte o treinta judíos engañados con la excusa de bañarlos, los encerraban, los asfixiaban y después los cremaban en un sitio en el que había varios hornos. Ese día me fui con la idea de que nunca iba a ver algo parecido, pero me equivoque: aquello de Alemania había sido terrible pero la ESMA fue nuestra, cualquiera podría haber pasado por ahí, porque se llevaban y mataban a cualquiera. Videla, Massera y compañía eran los Hitler de Argentina.

En la planta baja el edificio tiene una entrada que da sobre avenida del Libertador, y al costado está una casa con forma de chalet que pertenecía al almirante Rubén Jacinto Chamorro, que fue director de la ESMA. Hasta el cumpleaños de 15 de su hija se festejó en ese espacio, según cuentan algunas de las historias, pero lo dramático estaba en otro lado. Había un lugar denominado Capucha, que era grande, húmedo, con poca ventilación, sin baños, un balde cumplía las funciones de inodoro. Y ahí, vivían encadenados, hacinados, mal alimentados los prisioneros esperando el momento de la muerte. Hoy no hay grilletes ni el olor fétido con el que convivían pero esas sensaciones aún permanecen ahí. La maternidad se llamaba Pieza de las Embarazadas, y fue otro de los lugares que durante el recorrido te ponía los pelos de punta, un cuartucho, pequeño, estrecho adonde llevaban a las presas para dar a luz y arrebatarles a los chicos, diciéndoles que se los daban a los familiares. Fue conmovedor recorrer el lugar y ver los nombres y las historias de las madres que pasaron por ahí. Juro que pensé en esa abuelaza que es Estela de Carlotto y el trabajo que está haciendo para recuperar nietos nacidos en cautiverio como la Esma.

La Pecera era un centro de operaciones que funcionaba al servicio del proyecto político de Massera. Se recortaban diarios, diseñaban publicidades y se falsificaban documentos que luego se usaban ilegalmente. Esas tareas también se hacían en una parte del Sótano. Allí trabajaron Mantecol Ayala y Ricardo Coquet que nos acompañaban en el recorrido. Ellos pudieron sobrevivir, tal vez, porque fueron muy hábiles haciendo esos trabajos.

Dejé para el final el subsuelo. Un lugar tétrico. Allí se torturaba, estaba la enfermería adonde llevaban a los «condenados». Tenían que atravesar un lugar rodeado de columnas denominado «el Pasillo de la muerte». A ellos se les aplicaba Pentotal (los milicos, graciosos, lo llamaban pentonaval) para adormecerlos, cargarlos en camiones y llevarlos a Aeroparque o El Palomar y subirlos en aviones y tirarlos al río. Pocas cosas más crueles. Pensaba, ¿qué tendrían en la cabeza los torturadores, los pilotos de los aviones, o los que les daban el último empujón a los secuestrados para tirarlos? Juro que a medida que nos contaban más detalles crecía la indignación por los represores.

El final de la Visita de las Cinco fue en el salón Dorado que ya no es el salón de ceremonias del antiguo Casino de Oficiales que hubo este lugar. Ni es la central de Inteligencia que funcionó más tarde. Es el rincón de la memoria. Ahí comenzamos a ver fotos, nombres de los represores, las acusaciones y el estado judicial de cada uno. Fue después de ese momento que mi sentimiento de ira empezó a desaparecer y volví a respirar normalmente.

Fue una experiencia, invalorable e inolvidable. Un lugar para recomendarle a todos nuestros jóvenes para que sepan cómo fue el pasado trágico que nos tocó vivir y que luchen para que nunca vuelva.

Estamos viviendo momentos difíciles. Hay gente que extraña aquel infierno. A esos tenemos que decirles NUNCA MÁS.